2008-09-01

EL ALMENDRO EN FLOR ROJA Primeras páginas

Al ser de día, decidida a llegar la luz, el pueblo es fresco, la gente ya está levantándose y las calles desiertas inspiran confianza, tranquilidad. Con la primera claridad en las montañas, los balates, las casas, tampoco ahora despiertan, al igual que los centenarios olivos, de la imponente presencia, del estar un día y otro día y cada noche. En la fuente de las afueras tres caños de agua borbotean como siempre y desde allí se ve al pueblo inundarse de luz.

Un coche se va por la carretera. Algunas ventanas están abiertas. El aire quieto. Los grillos. Los pájaros. La hierba. Los árboles. Todo sereno impasible, estando. El sol rojo. Un hombre sale de su casa y desaparece entre las calles. Y otro. Alguien que llama. Alguien que también se va.

A la salida del sol se destapa un bullicio poco a poco incesante. Más voces. Pasos. Una mujer llena agua de la fuente. Viste de negro. Tiene el pelo un poco cano pero su edad es indefinible.

Un perro. Otro. Y al cuidado de su botella la mujer observa la inusual fila de coches que se acerca cuando se cruzan con el vehículo que acaba de salir del pueblo.

Se derrama el agua. La mujer tapa la botella, pone otra a llenar y ya se ha olvidado de los coches que la tenían abstraída. Un hombre que se dirige a la vega le saluda. Las moscas.

El pueblo ya reluce cuando abre el primer bar, el segundo. Hay dos bares para tomar el café de la mañana. Y la copa. El dueño del bar que está en la plaza de la iglesia se queda en la puerta. Respira. Todavía no ha llegado ningún cliente y aprovecha. El ruido de los motores que se acercan. Los coches aparcan en la plaza. Uno, dos, cinco, quince, veinte. Llegan completos y la gente entra en el bar.

El dueño del bar llama a su mujer para que le ayude porque veinte por cuatro ochenta y le faltan manos para servir tanto café y tanta copa. Van uniformados y algunos llevan instrumentos. Son músicos. Es una banda de música. Completa.

La mujer pone los cafés y los músicos lo toman en la calle porque dentro no hay sitio para todos. Oye que la banda ha venido a tocar a la plaza del pueblo durante ocho horas porque todos juntos hicieron un ruego al santo durante las últimas fiestas y como se ha concedido tienen manda. Ocho horas todos los días durante un mes pero ella apenas se sorprende porque no da avío con los cafés y porque ve propio que las mandas al santo se cumplan, si no para qué.

Los músicos toman sus cafés, sus copas, sus instrumentos y como también han traído sillas se van acomodando en mitad de la plaza. En grupo, ordenados en familias de instrumentos.

Primero se para a mirarlos, mientras afinan, un hombre que lleva sombrero y un mulo. Luego, en pleno tropel sonoro, cada instrumento a su aire, se le unen dos mujeres que todas las mañanas andan juntas a esta hora. Y varios chiquillos despeinados que todavía no han desayunado ni se han lavado la cara.

La alcaldesa se despierta de pronto antes de beber el café de cada mañana cuando camino del bar se encuentra de sopetón con la banda y un numeroso grupo de vecinos mirando. Pregunta al hombre del mulo pero no sabe nada. Y se dirige al director.

La alcaldesa, mientras por fin se toma su café, que esta mañana le sabe a poco, comenta con el dueño del bar. Una banda de música va a tocar en la plaza ocho horas todos los días durante un mes. Fuma. Tendrá que hablar con los concejales y con el secretario.

Mientras tanto la banda ya se oye tocar de forma ordenada. Una pieza. Paquito el chocolatero despierta a los vecinos que aún esperan la alarma del despertador y a los demás también.

La plaza está llena de gente. En el bar no paran de hacer cafés. Por corrillos se habla sobre el poder del santo, lo milagroso que es que hasta una banda de música entera ha venido a cumplir. Se oye la saeta de Serrat y el director de la sucursal, que tarda en abrir el banco, se emociona. Los maestros esta mañana no necesitan abrir la escuela porque los niños se agrupan en la plaza, primero embobados fijos en la banda y luego correteando aquí y allá en pequeños grupos.

Las gentes reunidas miran con alegría. Que si no es posible. Que vaya sorpresa. Si no me lo puedo creer. Que si tomamos un café tranquilos porque los del bar ponen sillas y mesas bajo los árboles.

Desde la fuente y desde todo el pueblo, recogido en un pequeño valle, se escucha la música con nitidez. Pero alguien ha dicho que no son ocho horas, que van a tocar todos los días de ocho a tres.

Las palomas revolotean en la fuente. Toda la gente del pueblo está en la plaza. Son las nueve de la mañana y los vecinos repiten de cuando en cuando que ya me tengo que ir, que tengo que abrir, que tengo que si la vega, que tengo que la obra, pero nadie se mueve.

A las diez los músicos ya están sudando y despecherados. No hace mucho calor, pero a esta hora ya les da el sol. El director pregunta al dueño del bar que si se pueden distribuir bajo los árboles, en un sitio fijo para todos los días en el que estén cómodos. Pero al del bar le brillan los ojos de satisfacción y ya había pensado por su cuenta en instalar un toldo que sirva de refugio a los músicos de los calores y que, claro, permita el buen uso de sus sillas y sus mesas para atraer clientes.

Así, los músicos vuelven a tomar otros ochenta cafés e instalan por hoy sillas e instrumentos bajo los árboles en un rato de descanso. En el bar ya hay un tercer camarero.

Cuando la alcaldesa advierte desde su despacho que la banda no toca, sale al balcón abierto, para oírles, y observa que descansan. Es en ese momento cuando piensa que está bien que la corporación que preside invite a la banda, a un bocadillo, a un refresco, como signo de bienvenida.

Pero son ochenta bocadillos surtidos y en el otro bar, ahora por fin contentos porque llevan toda la mañana sin vender un café con la puta banda, tardarán como una hora en prepararlos.

A las once en punto la alcaldesa ofrece al director de la banda un nuevo descanso, ahora con aperitivo en nombre de todos los vecinos. Pero a esa hora apenas ya queda nadie en la plaza, las tiendas han abierto, la escuela y el banco, la papelería. A esa hora ya cada cual está en lo suyo pero, como la alcaldesa, todos tienen puertas y ventanas abiertas para oír las piezas.

En ese barullo de bocatas, gritos y destapar de cervezas nadie advierte al hombre que se sienta y sonríe en una silla que ha traído de su casa. Es Juan Matías. Es escritor, sordo y mudo, y en estos días está leyendo un libro de José Saramago que mantiene bajo el brazo. Estudió en la capital y ya ha publicado varios volúmenes, incluso uno sobre el pueblo.

Juan Matías no bebe café, no toma nada. Se ha sentado bajo los árboles apartado lo más posible de los músicos y sonríe. Además de leer contundentemente a Saramago Juan Matías está escribiendo una novela. Es su primera novela. Hace años que le tiene ganas pero hasta ahora la novela no se ha dejado, se ha escurrido entre sus manos como diciendo que no es el momento. Mañana. Y ese mañana se ha dilatado tanto que Juan Matías, que ya ha pasado los cuarenta, ha estado haciendo intentos para escribir su novela durante los últimos veinte años.

Pero ahora, por fin, se sienta en su mesa preferida para escribir y da rienda suelta a la pluma, al boli, porque la novela se está escribiendo sola, aunque Juan Matías a veces piensa si su novela la está escribiendo otro o, lo que es peor, lo mismo escrita ya está y yo me hago el interesante.

El caso es que está sentado en la plaza. Enfrente tiene a la banda. Bajo los árboles hay otros dos hombres. Alguien pasa de cuando en cuando y mira.

Juan Matías también mira pero, claro, no oye nada Sólo sonríe. Su sinfonía es de movimientos, de brazos, de manos, de ojos, le parece que cada músico es en sí mismo un concierto de gestos, de expresiones que describen historias.

Se fija en los músicos de uno en uno para leer lo que dice. La cara le cuenta las emociones del día, de enfado, de amor, de alegría, si ha discutido, si no se enfrenta a nadie y rumia sus convicciones, si vive este día o si espera con impaciencia que llegue la noche sin sentido.

En los ojos observa el estado en que el músico tiene situada su conciencia, si es autosuficiente, si está deprimido, si tiene confianza en sí mismo. Y con una lectura simultánea de la mirada y de los movimientos de la boca puede entender si vive o no el presente, si proyecta sus deseos y querencias al futuro para no vivirlos, porque no se atreve o no sabe.

Pero donde termina de descubrir la personalidad del músico es en los movimientos de las manos. Juan Matías ve si tiemblan, si se aceleran, si armónicas en su recorrido o tensas. Si los dedos son hojas que tintinean o aire. O se retuercen crispadas sobre una muñeca perdida.

Por esto es por lo que sonríe Juan Matías sentado ante la banda. Él ve un mar de percepciones de vida y de viento, con olas que son miradas, con ciclones que son presencias contundentes, con remolinos que son voluntades que flaquean, con oscuros como agujeros de timideces y con luz que es el agua que envuelve a todo y armoniza, serena esa energía en una danza dulce, en un núcleo de paz esencial que se une a los árboles, al pueblo, al valle y a todo.

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